LECTURAS

A DIOS LE GUSTAN LOS HELADOS
Carlitos llegó sudoroso del colegio. Había jugado fútbol y hasta había anotado un gol para su equipo. Nada más entrar, lo primero en que pensó fue en comerse un helado. Abrió la nevera y vio que no había más que dos ricos helados. Cuando regresó la mamá también pensó en mitigar su calor con alguno de los helados que había dejado antes de irse. Pero alguien se le había adelantado.
¿Quién se comió los helados?
Yo, mami….
¿Los dos?
Sí, mamí…. Tenía mucho calor y mucha sed.
¿Y no sabías que Dios te estaba mirando cuando los tomabas?
Sí, mami.
¿Y Dios no te dijo nada?
Sí, mami…. Yo cuando vi a Dios a mi lado, le dije: ya ves, no hay más que dos. Así que, uno para ti y otro para mí…
¿Y qué te contestó Dios?
No, hijo, a mí me gustan mucho los helados, pero prefiero que te los comas tú que estás sudando mucho…. Y me los comí yo solo. El de Dios y el mío….
La mamá no supo que responder. Esta vez su argumento no le servía. De ordinario, trataba de controlar a su hijo con el miedo de que, "Dios ve todo lo que haces, y luego te castiga". Pero esta vez, Dios se había puesto del lado de Carlitos. Es más, se había hecho cómplice de la picardía del niño.
¿Por qué usaremos a Dios siempre como un argumento para imponer nuestros criterios, nuestros mandatos o nuestros gustos? Utilizamos a Dios como el "cuco de los niños".
"Dios te ve". "Dios te va a castigar". "Dios se va a entristecer con lo que haces".
Y los niños crecen con más miedo que amor y cariño hacia Dios. Ven a Dios de parte de los poderosos, de parte de los que mandan y no de parte de los pequeños, de los niños.
José Luis Descalzo, en uno de sus primeros libros, "Un cura se confiesa", cuenta cómo paseando por el parque del Retiro de Madrid, se encontró con una niñera, sentada en una de las bancas del parque, cuidando a un niño que no hacía sino llorar. Ella, tan pronto vio a José Luis con su sotana, le dice al niño: "Mira, o te callas o te llevo a aquel cura". Dicen que el niño asustado se calló…" Nunca me había imaginado que la figura de un cura sirviese para asustar a los niños que lloran", comentaba José Luís.
Pues lo que yo no me puedo imaginar es que utilicemos a Dios para meterles miedo a los niños, para asustar a los niños, para que los niños no se coman un helado del refrigerador.
¿Por qué no presentarles a los niños un rostro más bonito de Dios?
¿Por qué no decirles que Dios ama a los niños, incluso cuando hacen travesuras?
¿Por qué no hacerles sentir que, incluso cuando los papás se enfadan con él y le riñen y le gritan, Dios sigue sonriéndoles?
¿Por qué no decirles a los niños que "a Dios también le gustan los helados que la mamá deja en la nevera?
¿Por qué no decirles que también Dios sonríe cuando nosotros gritamos un gol y nos sentimos los campeones?
Quiero pedirle perdón a Dios, de lo mal que le solemos dejar delante de los niños.
Y quiero decirles a los niños que nos perdonen por hablarles tan feo de Dios, cuando él se pasa el día divirtiéndose con ellos, incluso cuando se comen los helados de la mami.

Clemente Sobrado C.P.


EL REGALO
El hombre que estaba tras el mostrador, miraba la calle distraídamente. Una niñita se aproximó al negocio y apretó la naricita contra el vidrio de la vitrina. Los ojos de color del cielo brillaban cuando vio un determinado objeto.
Entró en el negocio y pidió ver el collar de turquesa azul.
- "Es para mi hermana.
¿Puede hacer un paquete bien lindo?" - Dice ella.
El dueño del negocio miró desconfiado a la niñita y le preguntó:
- "¿Cuánto dinero tienes?"
Sin dudar, ella sacó del bolsillo de su ropa un pañuelo todo atadito y fue deshaciendo los nudos. Lo colocó sobre el mostrador y dijo feliz: -"¿Eso alcanza?".
Eran apenas algunas monedas que ella exhibía orgullosa.
-"Sabe, quiero dar este regalo a mi hermana mayor.
Desde que murió nuestra madre, cuida de nosotros y no tiene tiempo para ella. Es su cumpleaños y tengo el convencimiento que quedará feliz con el collar que es del color de sus ojos".
El hombre fue para la trastienda, colocó el collar en un estuche, envolvió con un vistoso papel rojo e hizo un trabajado lazo con una cinta verde. -"Toma”, dijo a la niña. “ Llévalo con cuidado". Ella salió feliz corriendo y saltando calle abajo.
Aún no acababa el día, cuando una linda joven de cabellos rubios y maravillosos ojos azules entró en el negocio. Colocó sobre el mostrador el ya conocido envoltorio deshecho e indagó:
-"¿Este collar fue comprado aquí?"-"Sí señora".
-" ¿Y cuánto costó?" - "Ah!", - habló el dueño del negocio.
"El precio de cualquier producto de mi tienda es siempre un asunto confidencial entre el vendedor y el cliente".
La joven continuó: - "Pero mi hermana tenía solamente algunas monedas. El collar es verdadero, ¿No?. Ella no tendría dinero para pagarlo". El hombre tomó el estuche, rehizo el envoltorio con extremo cariño, colocó la cinta y lo devolvió a la joven.
- "Ella pagó el precio más alto que cualquier persona puede pagar. ELLA DIO TODO LO QUE TENÍA".
-El silencio llenó la pequeña tienda y dos lágrimas rodaron por la faz emocionada de la joven en cuanto sus manos tomaban el pequeño envoltorio.
La verdadera donación es darse por entero, sin restricciones. La gratitud de quien ama no coloca límites para los gestos de ternura.
Sé siempre agradecido pero no esperes el reconocimiento de nadie. Gratitud con amor no sólo reanima a quien recibe, como reconforta a quien ofrece. Piense en eso. La vida mejora con cada día que pasa , siempre y cuando demuestres una actitud positiva.
DISCUSIÓN EN LA CARPINTERÍA 
Una pasiva madrugada, se desarrollaba una peculiar discusión, en una carpintería, en la que todos los ahí presentes se quejaban amargamente del resto de los integrantes. El martillo ejerció la presidencia, pero la asamblea le notificó que tenía que renunciar. ¿La causa? ¡Hacía demasiado ruido! Y además se pasaba el tiempo golpeando.

En medio de la discusión, el martillo aceptó su culpa, pero pidió que también fuera expulsado el tornillo; dijo que había que darle muchas vueltas para que sirviera de algo.
Ante el ataque, el tornillo aceptó también, pero a su vez pidió
la expulsión de la lija. Hizo ver que era muy áspera en su trato y siemp
re tenía fricciones con los demás.
La lija estuvo de acuerdo, a condición de que fuera expulsado el metro que siempre se la pasaba midiendo a los demás según su medida, como si fuera el único perfecto.
En eso entró el carpintero, se puso el delantal e inició su trabajo. Utilizó el martillo, la lija, el metro y el tornillo. Finalmente, la tosca madera inicial se convirtió en un lindo juego de ajedrez.
Cuando la carpintería quedó nuevamente sola, la asamblea reanudó la deliberación. Fue entonces cuando tomó la palabra el serrucho, y dijo:
“Señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades. Eso es lo que nos hace valiosos. Así que, no pensemos ya en nuestros puntos malos y concentrémonos en la utilidad de nuestros puntos buenos”.
La asamblea encontró entonces que el martillo era fuerte, el tornillo unía y daba fuerza, la lija era especial para afinar y limar asperezas y observaron que el metro era preciso y exacto.
Se sintieron entonces un equipo capaz de producir y hacer cosas de calidad.
Se sintieron orgullosos de sus fortalezas y de trabajar juntos.
Ocurre lo mismo con nosotros. Es fácil encontrar defectos, cualquier persona puede hacerlo, pero encontrar cualidades, eso, es para los espíritus superiores que son capaces de inspirar todos los éxitos humanos.

JEREMIAS
Jeremías nació con un cuerpo deformado y una mente lenta. A la edad de 12 años no había pasado de 2º grado, y parecía que jamás podría aprender nada. Con frecuencia su maestra, se exasperaba con él porque solía estar en su banco moviéndose, babeando, y gruñendo. A veces hablaba claramente, como si un rayo de luz hubiera penetrado en la oscuridad de su cerebro.

Pero la mayor parte del tiempo Jeremías irritaba a su maestra.
Cierto día citó a sus padres para hablarles. Cuando ellos entraron en el aula vacía, la maestra les dijo: “Jeremías verdaderamente tiene que asistir a una escuela especial. No es bueno para él estar con niños más pequeños que no tienen problemas de aprendizaje. De hecho, tiene un atraso mental de cinco años con respecto a los otros alumnos”.
La mamá lloraba calladamente, y mientras su esposo le decía a la maestra: “Señorita, no hay ninguna escuela especial aquí. Y sería un golpe terrible para Jeremías si lo quitáramos de esta escuela. A él verdaderamente le gusta estar aquí”.
La maestra permaneció sentada durante un largo rato después que se habían ido los padres de Jeremías, contemplando a través de la ventana la nieve que caía y que parecía enfriarle el alma. Quería entender a estos padres. Después de todo, su único hijo tenía una enfermedad Terminal. Pero no era bueno tenerle en su clase.
Había otros 18 niños a los que debía enseñarles, y Jeremías sólo los distraía. Además, nunca aprendería a leer y escribir. ¿Por qué malgastar más tiempo con él?. Mientras pensaba en esto, comenzó a sentirse culpable. “Aquí estoy, lamentándome por mis problemas, que no son nada comparados con los de esa pobre familia”, pensó. Y también oró: “Señor, ayúdame a ser más paciente con Jeremías”. Y a partir de ese día trató verdaderamente de ignorar los ruidos que hacía el niño y las hojas en blanco de su cuaderno.
Un día, Jeremías caminó dificultosamente hasta el escritorio de su maestra, arrastrando su pierna inútil detrás de él. “La amo, Señorita”, exclamó lo suficientemente fuerte como para que toda la clase lo oyera. La maestra se puso roja, especialmente al ver los gestos que hacían los otros alumnos. Ella alcanzó a tartamudear: “Bue… bueno… es muy lindo lo que me dices, Jeremías. Ah… ahora, por favor vuelve a tu asiento…”
Pasó el tiempo, llegó la primavera, y los niños conversaban animadamente acerca de la proximidad de la Pascua. La maestra les contó la historia de Jesús, y para destacar la idea de que la vida renacería, entregó a cada uno de los niños un huevo grande de plástico, y les dijo: “Quiero que lo lleven a su casa, y mañana lo traigan con algo dentro que nos enseñe sobre la vida. ¿Entienden?” “SÍÍÍÍ, Señorita”, respondieron entusiasmado todos los niños, excepto Jeremías. Estaba escuchando atentamente, sus ojos no se quitaban del rostro de la maestra. Ni siquiera estaba haciendo sus ruidos habituales. ¿Habría entendido lo que ella dijo acerca de la muerte y la resurrección de Jesús? ¿Podría hacer la tarea? ¿Llamaría a sus padres para explicarles lo que Jeremías tenía que hacer?. Esa tarde tuvo que hacer muchas compras, planchar una blusa, preparar la cena, y se olvidó completamente de hacer esa llamada.
Al día siguiente, los 19 alumnos vinieron a clase. Reían y charlaban mientras ponían los huevos de plástico en la canasta vacía que estaba sobre el escritorio de su maestra. Y al finalizar el período de clases, llegó el momento de abrir los huevos.
En el primero, la maestra encontró una flor. “Oh, sí, una flor es señal de una nueva vida”, dijo. El siguiente huevo contenía una mariposa de plástico, que parecía real. Su comentario fue: “Todos sabemos que algunas orugas se convierten en mariposa. Sí, ésta también es una vida nueva”.
Después abrió otro huevo donde había una piedra cubierta de musgo. Y explicó que el musgo también era una muestra de vida.
A continuación abrió el cuarto huevo. Su respiración se hizo entrecortada ¡El huevo estaba vacío! “Seguramente debe ser de Jeremías”, pensó. “No habrá entendido mis instrucciones. Si no me hubiera olvidado de telefonear a sus padres…” Y como no quería que Jeremías se sintiera mal, lentamente puso el huevo a un lado y tomó otro.
Repentinamente Jeremías le dijo: “Señorita, ¿no va a hablar acerca del huevo que yo traje?” Nerviosa, le contestó: “Pero Jeremías, el huevo está vacío”. Y él, mirándole a los ojos le dijo suavemente: “Sí, pero también la tumba de Jesús estaba vacía”. Pareció que el tiempo se detenía. Y cuando pudo hablar nuevamente, la maestra le preguntó:
“¿Sabes por qué la tumba estaba vacía” “Oh, sí”, dijo Jeremías. “A Jesús lo mataron y lo pusieron allí. Pero Su Padre lo resucitó”.
Sonó la campana, y mientras los niños corrían hacia fuera, la maestra se puso a llorar, y el hielo de su corazón se derritió.
Jeremías murió tres meses después. Y los que concurrieron a su velatorio se sorprendieron al ver 19 huevos sobre su ataúd, y todos estaban vacíos.